Año XII. Entrega nº 848
“Si desde los tiempos más remotos, los hombres adoraron a los árboles como seres individuales en los que moraban los dioses, los bosques, agrupaciones arbóreas, eran considerados como espacios sagrados de primera magnitud, como templos privilegiados. En los bosques, como albergan las fuerzas y energías ocultas de la naturaleza, localizaron los celtas, griegos, romanos y otros pueblos antiguos numerosas leyendas y creencias que continuaron vigentes durante muchos siglos, las cuales pueden rastrearse por la cultura pirenaica”. Ricardo Mur.
No se trata hoy de entrar en los ámbitos del misterio, pero sí nos puede servir esta cita para introducirnos en otro mundo, más prosaico quizá, pero no exento también de misterios, porque los tiene, y qué bien es tener a alguien que se mete en sus entresijos escudriñando, curioseando, investigando, tirando del hilo para averiguar el porqué de las cosas, el porqué del comportamiento de las especies, tanto animales como vegetales.
“Yo soy yo y mis circunstancias”, decía el filósofo español Ortega y Gasset, y esto entronca con la máxima de “visión global, actuación local”, que tanto se emplea en el área del conservacionismo ambiental. Y viene a cuento de que tendremos sesgadas las conclusiones sobre el estudio de una especie si no contemplamos su entorno.
Hoy acudimos a Montmesa, junto a la alberca de Alboré, para una doble sesión de formación ambiental con Pablo Vallés, de Huesca Naturaleza. Por la mañana, acompañado de Juan Brioso, nos descubre alguno de los secretos del bosque por el Sendero Verde; y por la tarde, con Paula, nos acerca al apasionante mundo de las grullas desde un altozano sobre el corral de Antonié, a las orillas de la alberca, que este año se ha anticipado a su llenado gracias a las últimas e intensas lluvias, lo que favorece la biodiversidad.
Decir “alberca” es decir “depósito artificial de agua”, como dice la RAE; y decir “alboré”, aunque nos falta en la RAE, es un término que viene del árabe, y significa “tierra que no se moja”, y eso es referido a las arcillas impermeables del Mioceno, uno de los componentes de la presa del embalse de La Sotonera, del que la Alberca de Alboré forma parte, pero de eso ya tendremos ocasión de hablar en otro momento.
SENDERO VERDE
Al tajo. A algo menos de un kilómetro de Montmesa, en dirección SW, se encuentra el inicio del circuito señalizado como Sendero Verde, donde comenzamos el paseo, que nos lleva entre campos hasta meternos ya en el pinar, no sin antes habernos asombrado ante un gran árbol solitario que queda a la derecha. Aunque es más de la temática vespertina, no podemos obviar la presencia de algunos grupos de grullas en las proximidades.
Estamos a las puertas de un bosque de pino piñonero, de plantación efectuada tras el abandono de los huertos, a orillas del río Astón, que trae sus esencias de las Sierras Exteriores. Algo característico que hay a la entrada es un tupido cañaveral, técnica árabe, que lo protegía de las nortadas, pero que nos da ya una pista de la especie dominante de esta zona, el jabalí, que ha habilitado un pasillo entre la espesura, más o menos a la mitad de éste, para entrar y salir del descampado al bosque.
Encontramos un corro de caracolas muertas, restos que evidencian un festín, posiblemente de mirtos o zorzales que, no teniendo el pico diseñado para romperlos, sí lo tienen para introducirlo dentro. Nada más entrar en el bosque están las señales inequívocas de rascaderos de jabalí, pero no es el habitual que emplean tras los desparasitarios baños de barro, sino que estos son para marcar territorio, y lo hacen sobre un gran pino, al que le dejan al aire también el arranque de las raíces. Lo hace el macho dominante, y con la marca que hace da a entender su tamaño y poderío; está también la marca del escudero, que es el que lanza delante cuando salen del bosque.
Por el contorno del pinar, junto al río Astón, unas grandes praderas dejar ver la línea de tamarices, que nos indican que detrás está ya la zona pantanosa. Esta especie, que tolera bien la salinidad, es muy frecuente en el valle del Ebro dada la naturaleza de sus suelos. Aparte de este territorio lineal, estamos ante la mayor masa de tamarices de Aragón.
Volvemos al bosque que, aunque joven, ya cuenta con elementos caídos, entre los que se puede distinguir entre los que se han muerto antes de caerse y lo contrario, y eso se demuestra si han levantado las raíces. Los primeros se han debilitado, por la razón que sea, finalmente se han secado y caído; y los segundos han sufrido algún tipo de fenómeno meteorológico, como puede ser el viento, la nieve… y al tumbarse lo han hecho levantando las raíces del suelo. Estos, si se han cortado posteriormente, dejan al descubierto los anillos objeto de estudio en dendrocronología (la edad de los árboles), con su doble línea por año, la blanca es el crecimiento de primavera, y la oscura el de otoño. Unos anillos que, generalmente, no son concéntricos, pues tienen más desarrollo en el lado sur (en el hemisferio norte, y en el sur al contrario). Esto es un indicio más de orientación en la naturaleza si lo vemos en un tocón.
Seguimos avanzando hacia el oeste, donde un rincón del pinar alberga un corro de álamos, o chopo blanco, con la singularidad de que la inmensa mayoría tienen un tamaño y grosor aproximado, lo que no encaja muy bien al tratarse de una especie anemocoria (dispersión de las semillas por el viento). La explicación se encuentra en que hay un enorme ejemplar de varios troncos, que supuestamente es la madre de todos, cuyas raíces han brotado, dando lugar al nacimiento del resto.
Vamos saliendo ya a terreno descubierto, pasando por terreno estepario, por las orillas de la alberca, aromatizado por el discurrir por el ontinar, donde permanece en pie una carrasca, seguramente retoño de la que fue, y que queda como testigo de la roturación de estos terrenos. Nos detenemos en ella para oír la explicación de la singularidad de sus frutos, las bellotas, y que es común en todo el género Quercus que, al contrario de los chopos, son semillas de dispersión zoocoria (a través de los animales), en este caso, generalmente a través de los ratones, que las entierran a dos palmos bajo tierra, que es donde germinan.
Acompañados de los reflejos del sol en la lámina de agua vamos regresando al punto de inicio, no sin antes ver el rastro de un festín del que ha sido víctima una avefría, posiblemente por parte de una rapaz, ante la impotencia de un zorro. Y con estas tomamos el vehículo para volver al pueblo.
GRULLAS EN LA ALBERCA
Por la tarde acudimos de nuevo a Montmesa, donde visitamos el Centro de Interpretación de Aves, para salir en busca del camino de Ardisa hasta dar con la cañada real de Gurrea, y dirigirnos seguidamente a un cerro sobre el corral de Antonié, donde se tiene una vista privilegiada de la Alberca de Alboré, donde se supone que vamos a avistar bandadas de grullas que regresan a los dormideros, Y no es sólo una suposición, porque finalmente van viniendo envueltas en las habituales algarabías estas singulares aves que van a ir inundando los cielos a partir de ahora, cuando llegan de su periplo anual huyendo de las pocas horas de luz, y en consecuencia de alimento, de los países nórdicos de procedencia.
Son capaces de volar cientos, incluso miles de kilómetros seguidos, soportando las inclemencias meteorológicas y salvando su principal obstáculo, la barrera pirenaica. Viaje que hacen también entre finales de febrero y primeros de marzo hacia el norte de Europa y países bálticos, motivados por el impulso hormonal, pero no todos los ejemplares, porque los más jóvenes, los de año, aquellos a los que no se le han despertado las hormonas, no teniendo que procrear en las altas latitudes, prefieren pasar por aquí todo el año.
La tarde va cayendo mientras despedimos al sol y saludamos a la luna, a tan solo unas horas del plenilunio, que viene acompañada de Júpiter y las cuatro lunas visibles con el telescopio. De este modo damos por terminada esta doble sesión en una jornada en la que nos hemos sentido más cerca del medio natural que tantos secretos esconde.
Bibliografía:
Pirineos, montañas profundas. Ricardo Mur. Editorial Pirineo (2002)
Web:
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