El Cuculo (1.550 m)
Viernes, 30 de mayo de 2014
Hoy, porque es hoy. Cualquier
excusa nos parece buena para echarnos al monte. Ahí teníamos al Cuculo, que no
paraba de hacernos guiños, y en uno de ellos, en uno que se ha visto solo, sin
nieblas, es cuando nos ha querido enamorar para que lo subamos. Son listos
estos montes. Nos dejamos querer.
La peña Oroel rasgando el horizonte |
La emprendemos por el barranco de
la Carbonera, a unos kilómetros de Santa Cruz de la Serós en dirección al
monasterio viejo de San Juan de la Peña. El bosque está como siempre, como
nunca. Grandes seres vestidos de árboles, de arbustos, de pequeñas plantas
rastreras, es igual, no hay ser pequeño, sólo hay cuerpos pequeños. Todos están
ahí, cumpliendo su función, para sí mismos y para el resto de bichos vivientes
que nos acercamos para disfrutar de su compañía, de su entorno, de su estar… La
vida fluye entre ellos, y entre ellos y nosotros. No hay mejor sensación que la
soledad de un bosque, aunque a decir verdad, nunca estás solo en el bosque.
Caminos, siempre caminos |
Con estas y otras reflexiones se
nos pasa el rato. Y mejor así, porque si lo que hay que pensar es en el desnivel,
otra cosa hubiera sido, porque hay tramos muy, pero que muy empinados. Pues
eso, que en una hora escasa nos plantamos en el collado entre el macizo
principal, al sur, a nuestra izquierda al llegar, y esa avanzadilla hacia el
norte que es el Cuculo, que quiere asomarse sobre los abismos de la Balancha,
para decirle a la cordillera que aunque los avatares geológicos lo han dejado
ahí, que aunque los movimientos orogénicos han puesto esa gran depresión por en
medio, no paran de verse reflejados con gran admiración en las grandes cimas,
de donde el tiempo y la erosión dejan cauces como el ocupado por el Aragón, por
el Lubierre, por el Estarrún, por el Subordán, o por el Veral, por citar los más
cercanos, y eso es algo que esta humilde cima te muestra con orgullo cuando
llegas a ella tras cuarenta minutos desde el collado, por senderos entre
erizones y tomillos, que con su intenso aroma nos hace más agradable la ascensión.
El bosque encantado |
Sigue el norte amulagao tras la
cordillera. Las nubes no se atreven a pasar, pero sí lo hace el viento, su embajador,
que llega recio y frío, sin darse cuenta del calendario que manejamos. Al fin y
al cabo, ¿qué más le da? Sólo piensa en hacer valer sus fueros. Todo se eriza
ante él, todo se arruga ante él, todo se encoje ante él. No hay quien pueda con
él.
De vuelta al collado, las nubes
mueven sus caprichosas formas para dejar paso al sol que más calienta, lo que
confiere otra temperatura, otro temple. Subimos hasta el macizo principal, pero
desistimos acercarnos hasta su extremo oeste, donde está la ermita de San
Salvador, que coquetea con los cuatro puntos cardinales, y que soporta los
cierzos más airados… y los bochornos… y los fagüeños… todos.
Restos del pozo nevero |
Una vez llegados a la pista
asfaltada, la burlamos para patear el sendero, que a tramos vuela al compás de
los buitres que merodean el entorno. Pero es hora de bajar de las alturas y
tomar asfalto hasta la pradera de San Indalecio, donde lo primero que nos
encontramos son esos restos de antiguos pozos neveros, que tanto ayudaban a la
economía doméstica de estos pueblos.
Sendero hasta el monasterio
viejo, y la, que sepamos ineludible, carretera hasta el punto de partida. Hemos
invertido 4h 20’ de actividad, de los cuales, 3h 25’ han sido en movimiento,
para recorrer los 13,6 km y salvar 900 metros de desnivel acumulado de ascenso
y los mismos de bajada. Una mañana como otra cualquiera, pero diferente, en un
lugar como otro cualquiera, pero diferente.
Las fotos, en:
¡cómo se han llenado ya los valles de color! Invitan al gozo de la contemplación.
ResponderEliminarSí, Isidro, sí. Es un no saber a dónde mirar.
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