Castillo de Acher (2.384 m)
Sábado, 15 de noviembre de 2014
Los días pasan, los meses pasan.
Las hojas caen, también las del calendario. Haciendo funambulismo con el
tiempo, hoy toca visitar de nuevo la Selva de Oza, ese lugar mágico de nuestro
Pirineo, que se ha merecido a pulso el figurar entre los espacios protegidos de
nuestra Comunidad Autónoma. Conocido como Parque Natural de los Valles
Occidentales, agrupa éste y otros adyacentes, gracias a su enorme riqueza
medioambiental y paisajística. Montes que no envidian las grandes alturas
pirenaicas porque se miran a sí mismos, y se sienten orgullosos de lo que son,
alturas modestas pero bravas, muy bravas, que colaboran a que la cordillera,
que viene medio arrastras desde el Cantábrico, pase de ir de rodillas a ponerse
en pie. Hoy, con Mayencos, seguimos dando cumplimiento al programa de la
Sección de Montaña. Hoy, con Mayencos, nos vamos al Castillo de Acher.
El bosque de muda |
Pues eso, hoy, con Sara, Javier,
Josemari, Paco y Jose, hemos sido escoltados por una compañía de lujo, Olga,
cuyo conocimiento de estos montes, de estos bosques, de estos caminos, siempre
añade un plus de placer a nuestras caminatas. Con todos ellos, y con ese
placer, nos acercamos hasta la Selva de Oza para encarar la subida a este barco
varado en el tiempo, y que se ha comprometido a destilar, a contribuir con sus
barrancos de la cara norte, a hacerse mayor, en definitiva a ese todavía
incipiente Aragón Subordán, que después de brindarnos el enorme espectáculo de
las Aguas Tuertas, tras haber roto aguas en las faldas del Marcantón, se
despeña por esa cascada al comienzo de Guarrinza. Sí, un río que con su
apellido indica a las claras su subordinación de ese Aragón, que da nombre al
territorio y que tanta historia lleva a través de su geografía. Geografía,
territorio, que no olvida tanta sangre, tanto sudor y tantas lágrimas de
antiguos moradores que ya participaron de su 15M particular antes de ser
inventado.
Cruzando el barranco de la Espata |
Pero vamos a lo nuestro, porque
la mejor forma de rendir homenaje a nuestra historia es la de patear sus
músculos, patear sus nervios, patear sus venas abiertas al infinito. Unas
venas, unos barrancos, especialmente crecidos en estos días de incesantes
lluvias que la tierra ya esperaba con impaciencia. Unas lluvias de las que
huíamos en el día de mañana y por lo que nos hemos adelantado a hoy, pero que
no ha habido forma de engañarlas. Aquí somos, que dicen los chesos. Aquí somos,
recién llegados y viendo llover. Hay otras opciones, pero con las mismas
escasas garantías. Las borrascas van y vienen, dejando nieve en las alturas.
Nos pilla el cuerpo perezosillo. Un cuerpo que apenas se ha habituado al otoño,
de repente se tiene que enfrentar al invierno, y tarde o temprano lo tiene que
hacer. Es buen momento. Vamos.
Ojos del bosque |
Arranque con chubasqueros,
pantalón de agua y paraguas. Arranque con un extremo W del Castillo de Acher
que nos mira por encima del hombro, que nos mira de reojo, por alguno de esos espacios
que esporádicamente le dejan los nubarrones. Nos enfrentamos a una montaña con faldas
jaspeadas de mil colores, que desborda nuestros sentidos, y con blusa blanca e
inmaculada. Una blusa que lentamente lleva tejiendo toda la noche… y sigue. Una montaña otoñal de cintura para abajo, e invernal de cintura para arriba. Dejamos un Subordán otrora tímido, y que hoy ruge porque luce con todo su
esplendor, un royo esplendor que le aportan los sedimentos que trae desde su
cuna, confiriéndole esa precoz pubertad que va a ir in crescendo a lo largo del
valle.
El musgo revive |
Salimos, decimos, vistiéndonos de
bosque desde el mismo inicio. Un espacio habitado por bellísimos seres
encerrados en cuerpos de diversas formas, y que nos muestran su decadencia
culminando una parte de ese ciclo vital, y que prometen trabajar hacia su interior
en estos meses que vienen, para volver a renacer con más vigor, con más
experiencia, con más vida, en definitiva. Son los grandes ciclos de la
Naturaleza a los que estamos sujetos. Favorecer nuestra integración en ellos es
dirigirse al equilibrio, a la salud. Lo contrario… el desequilibrio, la
enfermedad y la muerte prematura. Todo está ahí, en ese Gran Libro de la
Naturaleza Viviente, que tantas lecciones nos da.
Progresión ya por terreno nevado |
Con estas y otras reflexiones
compartimos ese ambiente reinante que invita a ello. Un empinado sendero que
cruza la pista de la Espata nos hace acortar y enlentecer el paso… aunque no a
todos, los hay que no se han dado cuenta de semejante inclinación. Tres cuartos
de hora con apenas visibilidad sobre los montes cercanos obliga a fijarnos más
en lo que nos rodea, y que no nos cansamos de describir. Esas hojas, que ya han
cumplido su aérea función, se humillan poniéndose a los pies de ese ser que les
ha dado la vida, siguiendo con su contribución de enriquecer el suelo y
continuar con ese incesante ciclo de la vida. Sí, la materia se transforma,
pero no la esencia.
El bosque encantado |
Barranco de la Espata, que se
crece ante nuestra presencia, se nos echa encima, pero no va a poder con
nosotros, que lo vadeamos aunque no sin dificultad. Salimos del bosque, dejamos
atrás esas faldas de mil colores y poco a poco vamos alcanzando esa blusa
blanca, esa blusa de invierno, más espesa a cada paso que damos. Niebla cerrada. Ambiente invernal.
Los hitos casi, casi, ya invernando también. La nieve nos oculta el piso, que
de tasca pasa a pedregoso. En una hora más llegamos a esa gran roca que marca
el comienzo de la subida por la ladera en busca del paso a la antecima, a la
que no llegamos todos. Las condiciones climatológicas empeoran, a más altura,
más frío, más niebla, más viento, que hacen más penoso el ascenso, que hacen que
la montaña cree un vínculo especial con los que no la acometen, gestando una
nueva invitación para su visita. Sí, eso hacen las montañas que en algún momento
no se dejan, un compromiso que hay que reconocer y valorar, y con el que hay
que sentirse cómplices. Humildad y buenas relaciones con esos seres vivos que
nos atrapan en sus faldas y nos acogen en sus cumbres.
Junto al río |
Dos horas y cuarto hasta aquí. Mientras
el grueso del grupo sigue subiendo en busca del paso que les acerque a la cima,
nosotros emprendemos el descenso en busca de esos terrenos menos inhóspitos,
más serenos, donde vive la vegetación ocupada en su muda. Dejamos atrás esos
suelos nevados, que van solidificando, creando placas. De nuevo nos vestimos de
bosque para circular a través de él, con un plácido caminar que invita a la
contemplación y al enriquecimiento. Nos sentimos que no vamos de paso, como
otras veces. Al llegar a la pista de la Espata, abandonamos la pendiente trocha
para continuar por ella, por hacer tiempo y por esperar menos abajo. Voces
lejanas que resuenan en nuestra bóveda y recuerdos en sepia llenan la conversación.
Aprovechamos para hacerle una visita a esa Corona de los Muertos que tantos
secretos oculta todavía, hogar de vida y muerte de nuestros antepasados que
gustaban, como nosotros, de estos lares. Unos bellos lugares, con bellos
rincones y bellos momentos, que hoy se han mostrado celosos de su intimidad.
Fotos que hemos hecho, no han salido. Algo que no nos había ocurrido
anteriormente. Otro motivo más para volver.
qué chulada de primera invernal, eso sí, cerrado ,cerrado en esas faldas del castillo.Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias, Cacatúa... te echamos en falta.
EliminarPreciosa excursión!!! Otoño...
ResponderEliminarGracias, Anónimo.
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