Año XII. Entrega nº 792
La vida no es lineal. La vida es circular, es una rueda que gira y gira sin parar, son numerosas las manifestaciones que nos lo demuestran. Todo es cíclico, y la prueba más evidente que tenemos son esos dos movimientos que realiza la Tierra sin cesar, uno alrededor de sí misma, conocido como rotación que, en 24 horas, da lugar al ciclo día/noche y que, motivado por la inclinación del eje del planeta es más acentuado cuanto más lejos nos encontremos del ecuador.
Y el otro, es la consecuencia del girar de la Tierra alrededor del Sol en el movimiento de traslación, que da como resultado las estaciones del año. Es en ese girar en el que el planeta atraviesa unas regiones del espacio denominadas constelaciones zodiacales conocidas desde la más remota antigüedad, y lo hace permaneciendo treinta grados en cada una de las doce, de manera que pasa por tres de ellas en cada una de esas estaciones. También nos ha llegado el conocimiento de que están vinculadas a los cuatro elementos de la naturaleza, por lo que cada uno de ellos, tierra, agua, aire y fuego, domina alternativamente a tres de esos signos zodiacales.
El comienzo de las estaciones viene marcado por los equinoccios (igual día que noche), en el caso de primavera y otoño, y los solsticios (sol quieto), en el de verano e invierno. Son momentos estelares cruciales, en los que las fuerzas cósmicas ejercen unas determinadas influencias sobre el planeta, y no solo en ese comienzo, sino en el de cada mes zodiacal, una muestra la tenemos en el calendario de la Revolución Francesa: Germinal, Floreal, Pradial, para la primavera; Mesidor, Termidor, Fructidor, para el verano; Vendimiario, Brumario, Frimario, para el otoño; y Nivoso, Pluvioso, Ventoso, para el invierno. Es más que elocuente la terminología usada, que lo relaciona con labores del campo o fenómenos de la naturaleza.
En este ámbito de los ciclos, existen los macrociclos y los microciclos. En los primeros, contemplamos que hace algo más de dos mil años, que es aproximadamente lo que duran las eras, pasamos de Aries a Piscis, y ahora lo estamos haciendo a la tan cacareada era de Acuario, lo que está provocando una gran convulsión a nivel planetario y que se está acelerando en estas últimas décadas.
Cristo, el pacificador, predicaba la gran transformación que se producía en su época, instando a cambiar los sacrificios cruentos de los carneros (símbolo de Aries) por los incruentos (la sublimación del odio a través del amor); el tránsito de su vida pública comenzaba rodeado de pescadores, y no es casualidad que el signo de Piscis se exprese con dos peces. En esta era que termina se ha dado un gran paso en el descubrimiento a través de la navegación marítima (Piscis es signo de agua, de mar para mayor concreción). La que le sigue, que es en la que, de forma convulsa entramos, está dominada por Acuario, que es signo de aire y, como él muy voluble, muy inestable, caracterizada por el comienzo en el desarrollo de la navegación aérea, tanto por nuestro planeta como fuera de él. Nada es casual, la simbología oculta verdades irrefutables.
Es un conocimiento que viene de nuestros más remotos ancestros, gentes que eran totalmente dependientes del medio, en consecuencia, de estas influencias, que las conocían y que iban a favor de ellas, unas veces por agradar a los seres sobrenaturales que pensaban estaban detrás de todo ello, otras por temor a esos mismos seres si no lo hacían. Parece verse en ello, ya desde muy antiguo, la figura de la sumisión y la del pecado. Unos conocimientos que estaban solo al alcance de unos pocos, y que se transmitían de generación en generación, cuyos depositarios tenían el deber de guiar al colectivo.
Para todo ello, hacían rituales, sin olvidar que hoy en día eso es lo que se hace en las iglesias. Rituales los actuales, en los que, por cierto, también se hallan de forma oculta los elementos masculino y femenino, como no puede ser de otra manera, porque, como decimos, es algo universal. Pero ellos, nuestros antepasados, no construían iglesias, buscaban esos templos en la naturaleza, y cuando los hallaban, los llenaban de contenido. Y como lo más importante es la vida, en la memoria colectiva, como inscrito en los genes, está desde el principio de los tiempos que lo más importante era y es adorarla y perpetuarla, para lo que es necesaria la fecundación.
Hoy nos hemos llegado a uno de estos lugares, quizá único en el mundo por las circunstancias que lo rodean, en el que el Hacedor de montañas ha echado el resto, dotando de varios elementos naturales que propiciaran ese acercamiento a los dos elementos primigenios, y que más recientemente gentes destacadas en sus tiempos han sabido interpretar y emular a la hora de la construcción de los templos religiosos, como también tenemos un caso en este escenario. Estamos, por tanto, como decimos, ante la conjunción de varios elementos que hacen que este lugar, no habitacional, pueda considerarse como un templo solar de fecundidad, un verdadero santuario natural, y que en los días en torno al solsticio de invierno adquiere su máximo esplendor. En él tenemos un claro, clarísimo, elemento masculino, y un claro, también clarísimo, elemento femenino.
Entre una y otra visita, no se nos pasa por alto hacerla a la ermita rupestre de San Martín de Lecina, cuya advocación tampoco es casual. Martín era un oficial del ejército romano (siglo IV), y la tradición dice que, tras partir su capa y darle la mitad a un mendigo, a través de un sueño recibió la llamada de Jesús, por lo que se convirtió al cristianismo, caracterizándose su vida por una férrea persecución del paganismo. No es por eso casualidad tampoco que en los puntos calientes de lo que la nueva corriente quería anular se hayan ido construyendo ermitas bajo su advocación, como pueda ser la de San Martín de la Val d’Onsera o esta misma de Lecina, construida bajo un imponente paredón a la salida del barranco de la Choca, y sobre unas tablas de terreno acondicionadas para huertos.
En los días en torno al solsticio de invierno, a partir de las 10 de la mañana (hora solar), el sol, antes de hacer pleno acto de presencia, lo hace a través de una oquedad en la roca del tozal de la Mallata, un espolón del otro lado del río, y que entra por un estrecho ventanal incidiendo a los pies de un altar, pero no en el principal, situado en posición canónica, sino en otro lateral, excavado deliberadamente en la roca. Otra prueba más, de las innumerables que hay en templos, igual en grandes catedrales como en humildes ermitas.
Imagen de Iván
Los elementos anatómicos diferenciales de los dos géneros del ser humano están explícitamente representados al fondo de la cueva. Sobre las dos de la tarde (hora solar), el Sol va haciendo su aparición por un gran tragaluz colgado en la parte superior de la entrada de la cueva, enfocando sobre la pared de enfrente, iniciando un recorrido que tarda como una hora en llegar a incidir directamente su luz en el elemento masculino, y unos minutos más tarde, en el femenino, al fondo de la cueva.
Un acto más que elocuente de simbología fecundante que conocían y aprovechaban los antiguos moradores para rendir culto a esa fecundación, origen de la vida, en esa conjunción de los cuatro elementos de la naturaleza en la que hemos estado inmersos. Por una parte, la tierra, por la que se describen los caminos en horizontal y esos grandes paredones en vertical, que geométricamente nos recuerda a la cruz, en la que confluyen también los dos elementos; el agua, la del río, que hemos tenido que atravesar en seis ocasiones; el aire que respiramos por los cuatro costados; y el fuego, la luz, que pone nuestra mirada en contacto con las montañas, tanto las que predominan en el paisaje, como las que nos acogen en sus entrañas.
Esto es lo que ha dado de sí una jornada, quizá sin excesivo valor montañero, pero que ha movido los resortes del alma, en la que hemos podido admirar los esplendores de la naturaleza, y mecernos en el tiempo con la intervención de grandes maestros en la interpretación de los símbolos sagrados. Nos ha hecho de hilo conductor, llevándonos hasta nuestros ancestros, en unos tiempos que nos pueden parecer lejanos, pero que no lo son tanto si consideramos los doscientos mil años del hombre sobre la Tierra, según algunas fuentes.
Dos de los símbolos universales: la cruz, que representa el principio masculino y femenino, inscrita en el círculo, que lo hace del origen divino y de la creación, han sido las claves del descubrimiento.
Y todo lo hallado, aun siendo mucho, intuimos que no es ni una mínima parte de lo que queda, de modo que, pasión por descubrir e intuición y sensibilidad para interpretar.
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