“Cuando, más tarde, descubrí la montaña, inmediatamente me gustó ver en ella la forma más sublime y acabada que hubiera podido revestir la materia mineral, y la manifestación más evidente de la divina armonía de las cosas. Distinguí en ella un ímpetu y, por consiguiente, una intención. Pero la intención es pensamiento, y el pensamiento es vida. Así, la montaña se convertía para mí en un ser”. Georges Sonnier.
No hay nada más gratificante que el verse uno reflejado en estos pensamientos de gente, como Saunnier, que con su habitual empleo de la palabra comunica un sentimiento, con el que nos sentimos plenamente identificados y que no somos capaces de verbalizar. Las montañas no solo son componentes del paisaje, que también en ellas, como integrantes del mundo mineral vemos un ser vivo, cuyo corazón late distinto, que ven pasar el tiempo a otro ritmo, pero con identidad propia, con conciencia propia. Un mundo mineral que es la base de nuestro planeta, y sobre el que se sustenta el mundo vegetal, imprescindible para el resto de seres vivientes. El ser humano, situado en la cúspide de ese mundo natural, aunque una buena parte de él se empeñe en darle la vuelta a la pirámide, tiene la inmensa responsabilidad de cuidar de sus hermanos menores en el espectro evolutivo, es por ello por lo que nuestra relación tanto con animales, como con vegetales, como con minerales ha de estar fundamentada en el máximo respeto, compasión y ayuda.
Y con ese respeto abordamos las montañas, porque no las conquistamos, nos dejamos conquistar por ellas, no las elegimos, nos eligen ellas. Y en este caso ha sido la Sierra Negra la que nos ha elegido, la que nos ha conquistado. Esperamos estar a su altura, porque lo estábamos esperando desde hace mucho tiempo, pero al final se ha fijado en nosotros y nos ha visto preparados para subirla y acariciarle el lomo. Sierra Negra, una singular formación que llama la atención por sus espacios solitarios, desérticos, de aspecto lunar, cuyo primer contacto visual, se acordará, fue ya hace cuatro décadas, pero ha esperado hasta ahora para permitirnos tratarla de tú a tú. Asumiendo ese privilegio, nos hemos acercado a ella para recorrerla casi íntegramente. Una sierra que da juego a varios valles, Cerler, Ardonés, Castanesa, Vallibierna… Todos ellos disfrutan de ella, todos ellos beben de ella, todos ellos están a su sombra, todos pendientes de ella, porque se deja querer.
Nos acercamos hasta Cerler para continuar por la carretera hacia l’Ampriu, pero sin llegar, porque un poco antes del km 11 se abre una pista a la izquierda, que lleva hasta la cabaña d’Ardonés. Antes de llegar a ella, habiendo recorrido como 3 kilómetros, nos topamos con el barranco de l’Ubago, donde dejamos el vehículo en un apartadero de la pista, al pie de la Ballberdera, donde da comienzo nuestra ruta, que lo hace bajando unos metros para tomar un ancho camino, que no pierde su vocación ascendente hasta llegar hasta la mismísima sierra dos horas más tarde, pero vayamos por partes. A un tramo de pinar en el que hay que ir atento para no perder el sendero, le sigue ya la salida a campo abierto, al pastizal, desde el que ya se va viendo el collado al que hay que llegar, y que se hace de rogar, ya que está 750 metros por encima del punto de arranque, con el que media una incesante cuesta que pone a prueba “la pecha di cantare”.
Todo eso queda atrás, cuando el esfuerzo se ve recompensado con el haber conseguido encaramarse al cordal, a esa sierra, que nos da vista al valle de Castanesa, con esa otra sierra de Basibé, impresionante, y que ya visitamos hace unas semanas, contemplando ésta en la que estamos con una cierta, aunque sana, ambición. Estamos ya a caballo entre los términos de Benasque y Montanuy, y para recorrerla tenemos que acercarnos a la Tuca de Posolobino (2778 m), que se asoma al collado de Basibé, que parte aguas entre Cerler y Castanesa, y por el que ya pasamos hace siete años, antes de desacralizar las montañas, como parte del Tour del Aneto, un amplio circuito con salida y llegada en Viella, y que concluimos en seis días. Pero todo eso ya quedó atrás, como lo tiene que hacer esta primera cota para volver a ese pequeño collado que nos ha dado entrada al cordal, que tenemos que seguir en un permanente subibaja, mientras contemplamos las nieblas que suben por nuestra derecha y que esperamos se disipen a lo largo de la mañana.
Las vistas a ambos lados, incluso a nuestra espalda son impresionantes; no tanto las de enfrente, ya que nos las tapa la propia sierra, algo que vamos corrigiendo conforme vamos tomando altura porque, sin despreciar las demás, son las que más esperamos, las más bellas, las que más nos van a dejar con la boca abierta. Estamos hablando del macizo de los macizos, del rey de reyes, de su majestad el Aneto y toda su corte, Albas, Maladetas, Malditos, Coronas… al oeste, y Margalidas, Russell, Mulleres, Salenques… al este. Todo un mundo salvajemente bello, “la manifestación más evidente de la divina armonía de las cosas”, que decía Sonnier. Es lo que podemos contemplar, con permiso de esas nieblas, en franca retirada, al llegar a la segunda de nuestras cotas, y techo de la jornada, el Pico de Castanesa (2858 m), a las dos horas y media desde el arranque.
El estar en lo más alto de la ruta no nos tiene que hacer pensar que todo va a ser ya bajada,no. Porque cada una de las elevaciones que nos quedan, y son tres, hay que ganárselas. De momento, bajamos los 170 metros de desnivel que nos separan del
collado de Castanesa, para abordar la subida a la
Tuca de Roques Trencades (2755 m), desde donde volvemos a recuperar terreno de
Benasque para lo que queda de ruta. La visión del enorme
macizo del Aneto se hace más nítida y cercana, es como si estuviera al alcance de la mano, con ese
circo de Coronas, de origen glaciar, y por el que lo abordamos hace nueve años. En esa retirada de las nieblas va el que tenemos también al alcance visual la
Tuca Culebras, y su inseparable compañera, la de
Vallibierna, dos tres miles que hay quien los considera integrantes de la
Sierra Negra siendo, de ese modo, sus techos, y que también ascendimos en alguna ocasión, pasando de uno a otro por ese
Paso del Caballo, no apto para cardíacos.
Mirándolas a todas ellas desde debajo de su horizonte, continuamos nuestro periplo por el lomo de esta sierra, cuyo color desconcierta, es su morfología, su sello de identidad, esa sensación de ir andando por la Luna. Si hasta el Roques Trencades llevábamos rumbo NNE, ahora viramos hacia el NNW hasta el pico d’Estibafreda (2694 m), donde se acentúa, para alinearse con la Vallibierna. Seguimos visualmente nuestro itinerario, e intuimos que vamos a pasar por entre dos pequeños ibones, como así ha sido, como Basetes d’Ardonés figuran en los mapas, y es el paso previo para dejar atrás una pequeña prominencia, la última cota de hoy, la Tuca Royero (2548 m). Vamos echando la mirada atrás, como despidiéndonos de esta singular sierra que nos ha acogido en las últimas horas. Ahora sí ya, en decidido y largo descenso, continuamos en dirección oeste hasta un pequeño collado, que nos permite formar parte ya del circo d’Ardonés, por una zona algo confusa, que hay que ir descendiendo por intuición.
Una vez damos con una trocha, no la dejamos ya, porque va a ser la garantía de la comodidad bajando. Se cruza el barranco de La Mascarada, luego el del Clotet, y el de Ardonés, llegando a la cabaña de su mismo nombre, desde la que únicamente queda ya recorrer el menos de un kilómetro por plácida pista para terminar esta circular, que nos ha subido a los aleros de estas negras montañas, habiendo recorrido 14,3 km, en 6 horas y cuarto, con unos 1040 metros de desnivel acumulado D+/-.
Bibliografía:
La montaña y el hombre. Georges Sonnier. Editorial R.M. (1977)
Web:
Barrabés
Wikipedia
Wikiloc
RAE
IGN
Geamap
Hijo de la Tierra
El Pirineo no se vende