Año XII. Entrega nº 853
"Ainsi, dans le même esprit que les époques antérieures, le XVIIIe siècle s’intéressa plus aux monts qu’aux montagnes. On comprend pourquoi le questionnaire dressé en Aragón par l’Académie Royale d’Histoire Espagnole ne s’intéressa pas aux montagnes mais aux monts. De la même manière, le questionnaire de Zamora, à la fin de XVIIIe siècle, ne posait qu’une question dans ce sens, et de nombreux villages et lieux-dits la laissèrent sans réponse. Il était demandé: “Y a-t-il des gorges ou des passages étroit entre les monts; des lits de torrents, de profonds précipices, de grand monts, des défilés naturels, des chutes d’eau agréables au regard et d’autres étranges et remarquables”. Francesc Roma i Casanovas.
"De manera que, siguiendo la tónica de las centurias anteriores, el siglo XVIII se preocupó por los montes y no tanto por las montañas. Se entiende pues que el cuestionario que la Real Academia de la Historia realizó por Aragón no se interesara por las montañas sino por los montes. En el mismo sentido, el cuestionario de Zamora, a finales del siglo XVIII, sólo establece una pregunta en este sentido, y muchos pueblos y lugares no la contestaron. La pregunta en cuestión era “Si hay algunas gargantas o pasos estrechos entre los montes; rieras de crecidas, avenidas, despeñaderos profundos, montes grandes, cortaduras naturales, caídas de aguas hermosas de vista y otras raras y notables”. Francesc Roma i Casanovas.
Sí, amigos. Como sabéis, el llamado “Siglo de las Luces” fue el título que se le dio en Europa al XVIII, debido al movimiento filosófico y cultural que se dio en llamar “Ilustración”, y que se basaba en “la razón humana y la creencia en el progreso” (acepción 4 de la RAE), y tal y como se demuestra en el párrafo de cabecera, aquella época no había llegado todavía a descubrir la épica y la lírica de las montañas, en especial las pirenaicas, como años más tarde nos cantarían sus precursores.
Entendemos que considerarían las altas montañas como terreno inhóspito, inexpugnable, por lo que sólo parece que les interesaran los montes, y dentro de ese concepto entraría nuestro escenario de hoy: gargantas y pasos estrechos, rieras, despeñaderos…, algo que también interesaba a nuestros antepasados prehistóricos, que hicieron de estos lugares los suyos propios, y no sólo para habitar, sino también para llevar a cabo sus rituales, de todo tipo, que les acercaban todavía más a impregnarse de esas energías que circulan entre el Cielo y la Tierra. Unos lugares en los que hemos estado ya en alguna ocasión y de los que ya hemos dejado constancia.
El comienzo de las estaciones viene marcado por los equinoccios (igual día que noche), en el caso de primavera y otoño, y los solsticios (sol quieto), en el de verano e invierno. Son momentos estelares cruciales, en los que las fuerzas cósmicas ejercen unas determinadas influencias sobre el planeta, y no solo en ese comienzo, sino en el de cada mes zodiacal, una muestra la tenemos en el calendario de la Revolución Francesa: Germinal, Floreal, Pradial, para la primavera; Mesidor, Termidor, Fructidor, para el verano; Vendimiario, Brumario, Frimario, para el otoño; y Nivoso, Pluvioso, Ventoso, para el invierno. Es más que elocuente la terminología usada, que lo relaciona con labores del campo o fenómenos de la naturaleza.
Es un conocimiento que viene de nuestros más remotos ancestros, gentes que eran totalmente dependientes del medio, en consecuencia, de estas influencias, que las conocían y que iban a favor de ellas, unas veces por agradar a los seres sobrenaturales que pensaban estaban detrás de todo ello, otras por temor a esos mismos seres si no lo hacían. Parece verse en ello, ya desde muy antiguo, la figura de la sumisión y la del pecado. Unos conocimientos que estaban solo al alcance de unos pocos, y que se transmitían de generación en generación, cuyos depositarios tenían el deber de guiar al colectivo.
Para todo ello, hacían rituales, sin olvidar que hoy en día eso es lo que se hace en las iglesias. Rituales los actuales, en los que, por cierto, también se hallan de forma oculta los elementos masculino y femenino, como no puede ser de otra manera, porque, como decimos, es algo universal. Pero ellos, nuestros antepasados, no construían iglesias, buscaban esos templos en la naturaleza, y cuando los hallaban, los llenaban de contenido. Y como lo más importante es la vida, en la memoria colectiva, como inscrito en los genes, está desde el principio de los tiempos que lo más importante era y es adorarla y perpetuarla, para lo que es necesaria la fecundación.
Hoy nos hemos llegado a uno de estos lugares, quizá único en el mundo por las circunstancias que lo rodean, en el que el Hacedor de montañas ha echado el resto, dotando de varios elementos naturales que propiciaran ese acercamiento a los dos elementos primigenios. Estamos, por tanto, como decimos, ante la conjunción de varios de esos elementos que hacen que este lugar, no habitacional, sino ritual, pueda considerarse como un templo solar de fecundidad, un verdadero santuario natural, y que en los días en torno al solsticio de invierno adquiere su máximo esplendor. En él tenemos un claro, clarísimo, elemento masculino, y un claro, también clarísimo, elemento femenino.
Nos dirigimos directamente hasta el lecho del barranco del Vero para cruzarlo y llegarnos hasta la zona de antiguos huertos de Lecina, sobre el barranco de la Choca para subir hasta la ermita rupestre de San Martín, cuya advocación tampoco es casual. Martín era un oficial del ejército romano (siglo IV), y la tradición dice que, tras partir su capa y darle la mitad a un mendigo, a través de un sueño recibió la llamada de Jesús, por lo que se convirtió al cristianismo, caracterizándose su vida por una férrea persecución del paganismo. No es por eso casualidad tampoco que en los puntos calientes de lo que la nueva corriente quería anular se hayan ido construyendo ermitas bajo su advocación, como pueda ser la de San Martín de la Val d’Onsera.
En los días en torno al solsticio de invierno, a partir de las 10 de la mañana (hora solar), el sol, antes de hacer pleno acto de presencia, lo hace a través de una oquedad en la roca del tozal de la Mallata, un espolón del otro lado del río, y que entra por un estrecho ventanal incidiendo a los pies de un altar, pero no en el principal, situado en posición canónica, sino en otro lateral, excavado deliberadamente en la roca. Otra prueba más, de las innumerables que hay en templos, igual en grandes catedrales como en humildes ermitas.
Bajamos al sendero para continuar hacia arriba, donde nos espera de nuevo el cruce del río en dos ocasiones más, para subir a los abrigos de Gallinero, unos de tantos de los alrededores, en número de más de 80 con pinturas rupestres en un radio de un kilómetro, algo excepcional, porque en ellos podemos encontrar restos de civilizaciones remotas que nos han dejado su legado de arte rupestre de estilos paleolítico (40 000 a 10 000 años aprox. a.d.C.), levantino (8 000 a 3 000) y esquemático (5 000 a 1 500), considerado el único lugar del mundo en el que se encuentra esta conjunción de estilos en tan poco espacio. Este hecho dio lugar a la creación del Parque Cultural del río Vero en 2001.
Una vez rellenado, y bien, por cierto, el tiempo entre asoleo y asoleo, vamos al verdaderamente trascendente de la jornada. Volvemos sobre nuestros pasos. Tras el aperitivo viene el gran festín místico, ancestral, el gran éxtasis, con la visita a la cueva de la Palomera (llamada así en Lecina) o de la Mezquita (en Alquézar), denominada últimamente también como de Lucién Briet, porque anduvo por esos pagos en sus andanzas por la sierra de Guara. Una gran abertura vertical, en la margen izquierda del Vero, y de no muy fácil acceso, da entrada a un enorme habitáculo cuyo ingreso te hace enmudecer, una inmensa sensación de admiración y de respeto te recorre el cuerpo, cuasi, cuasi, paralizante.
Los elementos anatómicos diferenciales de los dos géneros del ser humano están explícitamente representados al fondo de la cueva. Sobre las dos de la tarde (hora solar), el Sol va haciendo su aparición por un gran tragaluz colgado en la parte superior de la entrada de la cueva, enfocando sobre la pared de enfrente, iniciando un recorrido que tarda como una hora en llegar a incidir directamente su luz en el elemento masculino, y unos minutos más tarde, en el femenino, al fondo de la cueva.
Un acto más que elocuente de simbología fecundante que conocían y aprovechaban los antiguos moradores para rendir culto a esa fecundación, origen de la vida, en esa conjunción de los cuatro elementos de la naturaleza en la que hemos estado inmersos. Por una parte, la tierra, por la que se describen los caminos en horizontal y esos grandes paredones en vertical, que geométricamente nos recuerda a la cruz, en la que confluyen también los dos elementos; el agua, la del río, que hemos tenido que atravesar en seis ocasiones; el aire que respiramos por los cuatro costados; y el fuego, la luz, que pone nuestra mirada en contacto con las montañas, tanto las que predominan en el paisaje, como las que nos acogen en sus entrañas.
Aunque el día pintaba perezosillo para los asoleos, asumiendo que iban a estar velados, un día en el monte, es un día en el monte, y finalmente se nos ha visto recompensado el esfuerzo, ya que, a la hora precisa, el sol nos ha querido manifestar su poderío incidiendo donde tiene que incidir, habiendo atravesado esa oquedad que le permite realizar la función que ya, nuestros antepasados, hace milenios, consideraron. De nuevo el silencio, la admiración, el éxtasis.
Bibliografía:
À la découverte del Pyrénées/El descubrimiento de los Pirineos. Varios autores. Ville de Lourdes/Ayuntamiento de Graus.
Web:
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